14.12.08

Agua bendita, agua de amor


La flaca

Hasta los treinta fue “la flaquita”. Tenía la nariz ganchuda, piernas largas y los ojos más negros que uno pueda imaginarse. En las fotos aparecía tímida, mirando de costado. El primer plano se reservaba a su hermana mayor, que había ganado un concurso de belleza en Rosario junto a Nelly Medem, una de las femme fatale rubias de Argentina Sono Film, gracias a la competencia. La morocha no tuvo ese destino. El padre andaluz le había prohibido siquiera con soñar en ser actriz:
-Esas son cosas de putas –sentenció, y adiós futuro cinematográfico.

Pero ella no iba a tolerar una vida de perfil bajo: se casó con un hombre lo suficientemente ambicioso y perspicaz para los negocios como para hacer fortuna y, cual astro rey, sacarla de su opacidad de origen proletario. Cuando su hijo menor aun no había nacido, el industrial en que se había convertido su esposo le compró una casa que ocupaba una manzana entera, con escaleras anchas, vitrales y patios coloniales. Sus fiestas eran memorables; también el Cadillac dorado que manejó su esposo durante dos décadas, el primero que se vio circular por la ciudad.

La flaquita tuvo distinta suerte. Ella no daba para concursos de belleza, aunque después de adolecer su cuerpo se llenó de curvas y su rostro de ángulos. Entonces dejó de ser la flaquita para ser, a secas, la flaca.

La flaca que todavía era la flaquita aprendió a tejer, a bordar, a cocinar y a abrir la puerta para ir a jugar. El padre se murió el mismo día de su cumpleaños número 21, algo que nunca le perdonó. Tal fue su dolor de malquerida que nunca más volvió a festejar su natalicio. El padre había llegado viudo desde Linares, provincia de Jaén. Su primera esposa había muerto trágicamente en un accidente. Contaba la hermana mayor que la muerta estaba embarazada cuando su vida se tronchó. O sea que el abuelo tuvo una pérdida doble. A la hermana mayor le encantaba contar historias especialmente trágicas. Así parecía que a la familia le habían pasado grandes cosas:
-Papá se vino huyendo de ese dolor, dejando atrás sus campos de olivares que eran vastísimos…

Tras algunos flirteos inocentes, hasta donde el pudor de las mujeres de antes puede garantizarlo, la flaca se enamoró perdidamente de un joven llamado Carlos. El joven era un buen partido. De origen turco. O sea que el porvenir económico estaría asegurado. Ellos se comprometieron ante las dos familias. No queda registro fotográfico del acontecimiento, y las razones son obvias: un día la novia descubrió in fraganti al prometido en brazos de otra, que no era por lo que se supo la aventura de una noche. La flaca rompió lazos, se negó a escuchar ruegos y disculpas y se encerró en una vida monacal, por un tiempo. Su madre, que había criado seis hijos desde su viudez temprana, _el andaluz le llevaba 23 años_ la acompañaba en las caminatas por el bulevar Oroño, le secaba las lágrimas y le aseguraba:
-Ya pasará, hijita, todo pasa, menos la muerte.

La madre sabía por qué lo decía. Otra de las historias que había contado la hermana mayor era que el hermano mayor no era, en realidad, hijo del andaluz. Que eso explicaría su tez “morochita”, a diferencia del resto, y sobre todo del padre, cuya piel era traslúcida. El pretendido bastardo y su madre tendrían así su mundo privado y excluyente.
-Papá fue tan generoso… hasta le dio el apellido.
La hermana del medio siempre desmintió esas aseveraciones.

El mayor en cuestión había fugado con parte de la magra herencia familiar _el taller de herrería artística del andaluz_, el del medio se subió a los barcos de la marina mercante, así que el más chico cargó sobre sus hombros la responsabilidad de cuidar y mantener a las mujeres. Se fueron a vivir a una pensión.
El hermano proveedor hacía horas extras en la fábrica metalúrgica y a cambio la flaquita le lavaba los mamelucos grasientos y cosía para afuera. Nunca fueron peronistas “sentidos” pero había que sobrevivir. La hermana mayor empezó a visitar villas como asistente social de la Señora y la del medio a dar clases en las unidades básicas a niños del primario. Tenía un talento especial para la docencia. Era paciente y el gustaban los niños. Lástima que su deseo rumbeaba para el canto lírico, una carrera que jamás el andaluz ni el hermano menor hubieran podido costearle. La flaca ya era la flaca cuando su hermana mayor contrajo nupcias con pompa y circunstancia y se fue a vivir a Córdoba. Había florecido, y muchos la codiciaban.

La flaca enamoró a un conocido pintor de escenas gauchescas cuya madre la a-do-ra-ba.
A un señor entrado en años con una sólida posición y casa con pileta.
A un empleado bancario con modestas ambiciones pero ambiciones al fin.
A un viudo que sólo quería una compañera.
Ella jugaba a ser la chica sexy en los sesenta, cuando a su hermana mayor le crecía la panza y ya no era el centro de atención. Los otros hermanos ya habían buscado anclajes, con suerte adversa, como el tiempo se encargaría de demostrar. La flaca seguía jugando y su hermana mayor estaba seriamente preocupada. A la flaca no le quedaba mucho hilo en el carretel para mantener su estatus de soltera-apetecible. Era hora de sentar cabeza. Las fiestas se sucedían unas tras otras con diversos invitados cada vez; la flaca estaba encantada pero seguía solterita y sin apuro.
Hasta que la actriz que no fue la amenazó:
-Mirá querida, más te vale que consigas un marido pronto porque te vas a quedar para vestir santos y a mí se me está acabando la lista.
Para la flaca fue un baldazo de agua. La hermana mayor imponía sobre ella su autoridad. Sobre todo cuando la miraba arqueando las cejas pobladas directo a sus hermosos ojos negros.

Es entonces cuando aparece en escena El Cubano. El cubano estaba por cumplir 40 años, era de modales caballerescos y una suave y cimbreante tonada que derretía las piedras. En su pasado reciente había un hijo y dos divorcios.
El cubano andaba de viaje probablemente huyendo de ambas circunstancias. Aunque esa es una lectura extraoficial del asunto. Su trabajo era viajar aunando voluntades para concretar obras benéficas. En su juventud había ingresado en la masonería. Tenía una fuerte vocación de servicio y alas siempre prontas para despegar. Era un aventurero que ya andaba nostálgico de un lugar en el mundo. Aunque él recién lo supo cuando la vio, con su vestido de raso pegado al cuerpo, bajar las escaleras de la mansión donde habitaban la hermana mayor y su acaudalado esposo.
-Esa mujer será mi casa –decidió.
Seis meses después se casaron en La Habana.
Ella no vistió de blanco como hubiera querido.
Tampoco estuvo su madre en la boda. Ni sus hermanos.
Ella estaba paradita allí, ante el altar, sonriendo tímidamente a sus parientes políticos, mirando todo con sus profundos y hermosos ojos negros.
Ella era una mujer valiente.
Poco después, ellos emigraron de la isla. El hogar/caracol anduvo de un lado a otro por un lapso de veinte años, antes de radicar en el lugar que vio nacer a sus nietos y a sus nietos, verlos morir a ellos.

Pero esa es otra historia. Esa historia no nos interesa ahora.
Porque ellos vuelven a emigrar juntos hoy, como aquella vez, solos.
Ellos vuelven a elegirse.
La casa de él, donde esté su mujer.
La casa de su mujer, en el regazo de la infancia.
Ella lo lleva a él, que ha partido pocos años antes. Lo lleva de la mano hasta el lecho del río. Para ser agua: agua enriquecida, agua bendita.
Agua de amor.
Nosotros, sus hijos, les decimos gracias y adiós.
Buen viaje, viejos queridos.

A Ramón y Blanca, in memoriam. Rosario, a orillas del Paraná, 6 de diciembre 2008.

2 comentarios:

Rossana Vanadía dijo...

no sé si este fin de año me quedarán lágrimas en la reserva. Gracias a vos! Es tan bueno llorard de amor.

andrea guiu dijo...

Gracias por tus lágrimas, Ro!
besos