14.10.13

El café cordobés

Una notita de esas que se conocen como "de color" que encontré revolviendo archivos muy antiguos del diario donde trabajo ("La Voz del Interior"). La bohemia y su sociología particular, modelo 1912.


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 La pulpería de nuestros abuelos, degeneración de la taberna europea, ha llegado a ser el café, distanciándose los parroquianos del mostrador, esparciéndose por un reciento más amplio. El pulpero o tabernero se ha multiplicado en solícitos mozos. El mobiliario ha adoptado nuevo estilo, sui géneris; luces, espejos y los mil adminículos del confort, han hecho más atractivo ese lugar en que las clases sociales se codean como en parte alguna.

En los centros de alta civilización, el café constituye una estación en la cual predomina el peatón que recobra bríos para la tarea de los negocios, con rectificantes del sistema nervioso, con restauradores del estómago. Pero en las ciudades que como la nuestra, tienen un si es no es de patriarcal en sus costumbres, el café es algo más: es un lugar de sociabilidad para lo que no frecuentan la sociedad, para los que no departen en los corros de los clubs, para los que temen la soledad o para los que, al decir de Schopenhauer, aman la soledad acompañada.

Los cafés de Córdoba nunca están desiertos. Se tratan en ellos, como en todas partes, los negocios, se descansa. Pero rasgo notable, se vive mucho en ellos. Hay hombres que pasan todas sus horas de vigilia en el café, y que cuando no los véis más allí, podéis darlos por muertos.

Son estos seres dichosos, pues han sabido formarse un hogar rumoroso y en el que abundan los motivos de esparcimiento. Correctos, con aire de severa suficiencia, con ademanes un poco litúrgicos, parecen presidir la asamblea zumbadora. Por la mañana, sus fisonomías tienen la misma expresión que por la tarde y noche. Y como una demostrativa del aburrimiento, de la fatiga que es acomete, los tenéis en los diversos lugares de la sala, y en las puertas o ventanas, ya en alguna mesa de un rincón,  ya acodados en el mostrador.
El hábito es omnipotente. Uno de estos hombres nos comentaba que el día que no concurría a su habitual café era día de molestia, de malestar para su ánimo.

Al lado de estos hombres, cuya misión parece exclusivamente ornamental, existen otros jóvenes en su mayor parte, que constituyen corros o patotas. A estos últimos, hinchando la expresión, podría llamárseles las columnas del café. Como jóvenes que son, petulantes son. Es un opio la conversación general. Horas y horas podréis oír, al lado de perogrullescas reflexiones, la malevolencia venenosa de los chismes de comadres.

Sin embargo, hay una hora en que estos característicos del café se confunden con la rebosante concurrencia. Es la hora del aperitivo. Entonces el espectáculo de la sala desbordante, del vaivén acelerado de los mozos, la polifonía de las palmadas, los gritos y la orquesta constituyen un conjunto estético que entusiasma.
¡Las energías que consume la vida de café!

El adolescente que, ruborizado, bebe su primera copa  no presiente que, andando el tiempo, aquel lugar donde se iniciaron en el juego y en el vino, insensiblemente, se convertirá en imprescindible para ellos, lugar en el cual transcurrirán, muertas, sus horas más preciosas, arruinarán su salud, perderán hasta el último vestigio de donosura espiritual, para salir de allí, quizá, a la ancianidad deplorable que se arrastra por las tabernas excéntricas o, lo que es peor, perdida la personalidad en un cretinismo absoluto.
Pero en el café cordobés late el alma de nuestro pueblo.
Alma adusta, seria, que apenas sabe sonreír; alma parsimoniosa y poco accesible a las grandes efusiones; alma antigua; alma nuestra y nada más que nuestra.
Fito Gal. 
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Publicado el 25 de mayo de 1912 en La Voz del Interior.