20.8.16

Sobre "La voz más distante" de Eugenia Cabral



LUCES Y SOMBRAS DE LA VOZ EN DUELO
(A propósito de “La voz distante” de Eugenia Cabral)

¿Qué le cuenta la noche a la poesía, qué le dice el silencio? ¿le hablará de quienes fueron y fuimos, en otro tiempo, con ellos? ¿cómo será esa voz, qué color, qué timbre tendrá?
¿Es que la poesía puede existir separada de lo que podría callar, de lo que omite decir, o de aquello que no puede expresarse sino en la lengua herida de la pérdida?
Estadios de la luz y de su ausencia, este libro de poemas que nos entrega  Eugenia (*),   fechados entre 1999 y 2001, escribe su propia clave secreta “en el corazón” de una voz que anuncia y elabora su distancia, precisamente allí donde resulta más difícil producirla.  Porque si el corazón atesora la cifra del poema, y esa cifra es secreta _como somos advertidos en el poema de apertura_, el corazón también recuerda…  Y al recordar, el “verso” _ritornelo, dobladura, vuelta_ “como el arado forma surcos en la tierra, regresa sobre el terreno, yendo y volviendo para que algo fructifique, buscando y rebuscando el sentido de lo que quiere decir” (1) .
 Memoria, destino, oscuridad, sombra…  palabras que vuelven,  ya filigranadas, como los delicados hilos que sostienen el deseo de hacerse ausencia en la voz del poema, ya encarnadas –esto es, hechas cuerpo_ en la voz en duelo, la voz que no puede distanciarse.

EN ESTOS NOMBRES
Buscar entre las voces de otros, los horizontes de la propia. Un lugar donde puedan vibrar al unísono. Voces de poetas que eligen la penumbra, resisten la luz de los feriantes capaces de “navegar por un dólar/ en aguas del Leteo”. Voces que, como las del ruiseñor, el ave del duelo,  optan por la oscuridad, para no sucumbir a la banalidad y el olvido. Así, Artaud, Juanele, Fijman: “Ángeles que atraviesan/ un siglo de constelaciones artificiales”,  los poetas-faros de una ética de la escritura, que es la del vivir mismo, un modo de hacerse una vida en las palabras, y de hacer obra de la propia vida.  
Y entre “la magia y la sombra/ el péndulo arisco de la palabra./ Pura magia, la vida; sombra pura, la muerte”, el recuerdo del amigo poeta Marcelo Torelli, fallecido a los 24 años: “¿Cómo volver del futuro pasado?/ ¿Cómo hacer retroceder el río?/ ¿Cómo borrar lo que se ha escrito?// Sombra: no me ahogues. Magia: suprime la sombra”.  La palabra arma el conjuro  para exorcizar el tiempo, se vuelve sobre sí misma y formula la apuesta: “sé que podemos producir estas metamorfosis”, sin intermediarios, sin dioses. El acto mágico bajo la sola fe de la poesía.
Como aquella constelación de Elegidos, se hacen oír entre los versos de Eugenia, las voces de las mujeres. Doncellas, madonnas, vírgenes barrocas,  vienen a decirnos, desde la “voz distante” que las convoca, “que la ausencia que tiene su (tu) cuerpo/es un destino”.   Paradigmas de feminidad y belleza,  la condición extemporánea de estos personajes es acaso la metáfora de un arte que apela al pasado para referirse al presente en clave de ironía.  Un procedimiento que la autora extrema y estiliza en otro poemario reciente: “En este nombre y en este cuerpo” (2). En alguna de sus páginas, la poeta ya nos advertía que: “Otras muchas metamorfosis han de imponerles/ a posteriori nuevas gradaciones y degradaciones./ A pesar de ello, seguirán llamándose/ con el mismo nombre/ y no habrá cambios visibles en sus cuerpos. / Bajo cada apariencia persistirán tatuajes,/ heráldicas subcutáneas…” .
La voz juega con las variaciones de la luz, su propia “paleta” de matices. Voz sombría, voz oscura, voz opaca, voz entrevista: “Doncella iluminada en tus sombras/ por el Arte,/ entreabres tu camisa/ y el amante busca en tus pezones/ la luz de aquella tarde…”.  De la oscuridad como atributo esencial de la belleza también nos hablan estos versos: “Doncella ayer oscura/ ciertamente no sabías/ por qué llorabas,/ tenías sólo la certeza/ de ser inefablemente bella/ en tu oscuridad, tu oscuridad/ más amada que la vida…” Ritornelo de la oscuridad, de la poesía encarnada en “Madonna de beso oscuro y fresco/… con tu oscura sabiduría/ que hasta parece clara/ y hasta se diría casta…”.
Sobre el maridaje de belleza y oscuridad que los poemas de Eugenia invoca, ha escrito preciosamente el japonés Junichiro Tanizaki, en su ensayo “El elogio de la sombra” (3). Allí lo bello es definido, no como una sustancia en sí, sino como “un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de las diferentes sustancias que va formando el juego sutil de las modulaciones de la sombra. Lo mismo que una piedra fosforescente en la oscuridad pierde toda su fascinante sensación de joya preciosa si es expuesta a plena luz, la belleza pierde toda su existencia si se suprimen los efectos de la sombra”.
También Paul Celan, el gran poeta de la desolación, el gran testigo del Holocausto, escribió, “Y da a tu decir sentido:/ dale sombra” (4).
En el poema “Perennidad”, la palabra se vuelve celebrante del mundo “real” de los seres y las cosas: “Todo rezuma la fetidez del agua/ escondida en cántaros/ en ánforas, en urnas.//  Todo se rebela y alza en armas/ contra la fobia, la usura y el hastío// Todo fue mandado por el destino/ a morir de nimiedad.// Todo, exasperantemente bello.”.   Belleza oscura y vana, belleza no apolínea, belleza efímera, aunque la materia “suplique un préstamo/ al infinito… “ y sin embargo: “quién podrá contra la cascada?/ Si la destruyen, el murmullo será eterno”.

POESÍA DE PASAJE
El poema Geometría, el más extenso y el único que integra el capítulo “La voces extrañas”, podría leerse como un poema de “pasaje”,  porque marca una bisagra en la composición del libro.  Aparece una voz que se diversifica en agonista, testigo, plural…  que juega a extrañarse oscilando de una persona a otra,  en un movimiento que bascula entre el repliegue y la expansión, la intimidad y el desasosiego, la empatía y el rechazo, la evidencia y la duda...
Y que juega a ser distante, aunque pronto se desvele en la inutilidad del gesto. Pues, cuán distante puede ser una voz, siendo ésta cuerpo _no discurso, sino voz_ , pasible de quebrarse, herrumbrarse, extrañarse,  es decir, de dejarse “afectar” por los imponderables de la vida, que es siempre con otros, en ausencia o presencia, consciente de su propia caducidad…
Qué geometría, esto es, qué lógica de organización de los cuerpos, las pasiones y los sueños en el territorio que imagina el poema sería aquella capaz de sosegar “esa apasionada soledad de la desdicha” que reiteran las primeras estrofas, en combate perpetuo por preservarse soberana frente al tentación de una deriva mendicante.
Y si “Cada sueño reclama para sí/ virtudes de la lógica y pierde/ su calidad de laberinto” sabremos finalmente que “La manzana es el deseo,/ el dardo es la herida,/ el cilindro y el hueco/ no son complementarios/ y tampoco lo son el rojo y el violado,/ la soledad y la grandeza”.
Aunque el poema se pronuncia asertivamente,  no categoriza, no somete a juicio, porque su seguridad está basada en la experiencia.  Entonces cambia el tono.  Cambian los personajes.  No habrá lugar para doncellas, ni vírgenes barrocas, ni ánforas cuando el mundo del vecino se imponga:  “en pobrísimo cuarto,/el simple hombre, casi tonto/ pero guiado por la astucia de la pasión,/observa tras la cortina de nylon grasiento/ a la vecina (cuyas piernas lamería),/ porque ella ha comprado mucho pan/ y piensa la manera de apropiárselo.”
Porque en el mundo del vecino, el de la patria, el de la sangre…  en el mundo real sin ilusiones, “la existencia  es asimétrica”…
Es el momento “umbral”, un componente del pasaje, hacia la voz “herrumbrosa” que nos depara “El día breve”.  Con una intensidad que ya no reconocerá distancia alguna.
Herrumbre de la voz, corroída por el salitre (salina, salivazo, salobral…), pero no es esa sal, no la que corroe las paredes, estando tan lejos del mar… sino sal inesperada de lágrimas, que no pueden nombrar la sed, porque la sed no tiene voz. Esa sed inefable, insonora, que aun implora “un aullido de ángeles al cielo…”  y también, “la médula de un poema (…) algo que diga algo del deseo/ y del silencio”.
Sed que además nos doblega, sed de estar solos.
Para que al final del día breve, un poema “se” escriba.  Sea el dolor que escriba, la muerte prematura del niño,  el “eso” que escriba las preguntas, con la voz menos distante posible y sin embargo, escrita como fuera de sí. Pues sólo resta preguntar: “que me digan la tierra, los astros: ¿en qué lengua se han escrito/ las leyes de la Muerte?” … “cómo leer en la oscuridad,/ en signos de una sola pieza?”
Preguntar todo, ese todo que ya no afirma, ese todo que duda de todo. Quizás porque parafraseando a Jacques Derrida: cada vez única, el fin del mundo, al final de cada vida para nosotros y con nosotros.
Habrá una entrega al avatar del texto, y en esa entrega, la voz anuncia su metamorfosis. Se herrumbra, se corroe, pero no se calla: “Seremos niños de habla incompleta/ para el lenguaje de las pérdidas”.
El conjuro de una voz que se deja escribir, que se deja vivir: una voz viva.
Andrea Guiu
(*) “LA VOZ MÁS DISTANTE” de Eugenia Cabral (Pan comido, Cba. 2016)


CITAS
(1) GRAÑA ETCHEVERRY, Manuel. “El ritmo en el verso”, Ediciones del Copista (Córdoba, 2003).
(2) CABRAL, Eugenia. “En este nombre y en este cuerpo”, Babel (Córdoba, 2012).
(3) TANIZAKI, Junichiro: “Elogio de la sombra”, Siruela (Madrid, 2013).
(4) CELAN, Paul:   “Habla también tú…” en “De umbral en umbral” (versión de José Ángel Valente, 1955, tomada del blog Poéticas en diáspora, de Arturo Borra).
(5) DERRIDA, Jacques: “Cada vez única, el fin del mundo”, Pre-Textos. (Valencia, 2005).  Este volumen reúne un conjunto de textos de despedida, redactados por el autor tras la muerte de amigos y colegas. “Textos que hablan del duelo pero son también textos “de” duelo, “en” duelo”, señalan los compiladores.  En el texto escrito “para” Roland Barthes, apunta que “todo lo que decimos del amigo y al amigo permanece desesperadamente en nosotros o entre nosotros los vivos, sin atravesar el espejo de cierta especulación. “