Hoy es el Día del Animal, y quiero decir que los animales me han enseñado mucho. Y no me refiero a las fábulas, en las que ellos son usados como pretextos para construir moralejas sobre nuestras miserabilidades y virtudes.
Evoco a Diana y Cuqui, las perritas que estuvieron en mi infancia en casas, hasta las mascotas de departamento: la tortuga de mi hermano Germán -de horrible e infausta muerte entre las fauces de una celosa Cuqui-, y el Pipi canario mandarín, que sólo comía de la mano de mi vieja y que se suicidó, declarándose en huelga de hambre, una vez que su ama viajó a Rosario por varios días. (¡oh madre abandónica, pagarás con la culpa!)
Cuando armé mi vida en pareja -la primera de ellas- llegó El Gordo, que tenía un nombre mucho más largo y en alemán, una humorada que ignoró olímpicamente, con esa actitud desdeñosa que es la marca registrada (y fascinante) de los caracteres gatunos. Yo a-do-ra-ba al Gordo. Había crecido con el prejuicio de que los gatos son: traicioneros, interesados, fríos, olorosos, desconfiados, etc, etc, ¡infamias! mi Gordo era li-bre. Cariñoso, perceptivo, juguetón, mimoso ma non troppo. Cuando estuve con los cólicos de mi gastroenteritis aguda se quedó durmiendo al ladito de mi cama, vigilando al médico que vino a revisarme, los varios días que demandó mi recuperación, sin moverse -¡lo juro!- hasta que salí a flote. Entonces recién ahí partió a sus aventuras diurnas y nocturnas. ¿Frío? ¿Interesado?
Algún vecino o vecina mal parido lo envenenó. Nunca olvidaré los ojitos agonizantes de mi Gordo que, literalmente, murió en mis brazos. Fue todo un duelo; él había llegado a nuestras vidas cuando era casi imperceptible, lo dejaron en la puerta de casa adentro de una caja de cartón. Y asi llegó Tavo, un perro alegre de pelo brillante, para sacarnos de la depre: asustado, se refugió entre la reja y la ventana del comedor. Tenía unas pústulas horribles en el hocico y la lengua. Lo curamos, lo bañamos, lo alimentamos... y la dolencia desapareció velozmente. Y lo adoptamos, claro, con el miedo lógico de perder una mascota otra vez, por eso del sufrimiento etc... y sí, él también partió a otro destino cuando nosotros nos separamos.
Incluso Nachito me enseñó que hay que respetarle el lugar a la naturaleza y que no todos los bichos son iguales: no se sentía bien encerrado en una casa con un patio ínfimo, solo con una dueña que pasaba varias horas laburando fuera de la casa. Ni el huesito de juguete, ni el pececito que me regaló Rossana para él, ni el champú especial ni el más caro alimento balanceado podían compensar su ansia de libertad, de correr entre las vacas, de revolcarse en el pasto como hizo después, cuando lo entregué a una familia recomendada por mi cuñado en Río Ceballos.
Hace tres años, los bichos aparecieron de la manera más insólita en mis dibujos, mis tintas, mis pinturas de mi Libro de ojos. Mejor que aparecer: irrumpieron. En sus miradas encontré muchas facetas de la vida "salvaje" de la que las urbes nos alejan: algo de esa mirada perdida de la que habla John Berger en su maravilloso libro Mirar: la mirada perdida entre el hombre y la bestia: "La cultura del capitalismo no puede reparar hoy esa pérdida histórica a la que los zoológicos erigen un monumento".
2 comentarios:
Adhiero a todos los queridos animales y al respeto de los que desean la libertad. He conocido las historias de los tuyos y sabés cuánto los adoro. Yo también los dejo ser.
Me consta cuánto y cómo amás a tus bichos y a los bichos ajenos, consiguiéndoles hogar a todos. Gracias por pasar, una vez más. un beso.
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